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Ensayos sobre artes y artesania – parte 3

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El  proceso histórico tiene una indudable analogía con el doble fenómeno que los biólogos llaman inbreeding y oui-breeding y los antropólogos endogamia y exogamia. Las grandes civilizaciones han sido síntesis de distintas y contradictorias culturas. Ahí donde una civilización no ha tenido que afrontar la amenaza y el estímulo de otra civilización -como ocurrió con la América precolombina hasta el siglo XVI- su destino es marcar el paso y caminar en círculos. La experiencia del otro es el secreto del cambio.

También el de la vida. La técnica moderna ha operado transformaciones  numerosas y profundas pero todas en la misma dirección y con el mismo  sentido: la extirpación del otro. Al dejar intacta la agresividad de los hombres y al uniformarlos, ha fortalecido las causas que tienden a su extinción. En cambio, la artesanía ni siquiera es nacional: es local. Indiferente a las fronteras y a los sistemas de gobierno, sobrevive a las repúblicas y a los imperios: la alfarería, la cestería y los instrumentos musicales que aparecen en los frescos de Bonampak han sobrevivido a los sacerdotes mayas, los guerreros aztecas, los frailes coloniales y los presidentes mexicanos. Sobrevivirán también a los turistas norteamericanos. Los artesanos no tienen patria: son de su aldea. Y más: son de su barrio y aun de su familia. Los artesanos nos defienden de la unificación de la técnica y de sus desiertos geométricos. Al preservar las diferencias, preservan la fecundidad de la historia. El artesano no se define ni por su nacionalidad ni por su religión. No es leal a una idea ni a una imagen sino a una práctica: su oficio. El taller es un microcosmos social regido por leyes propias. El trabajo del artesano raras veces es solitario y tampoco es exageradamente especializado como en la industria. Su jornada no está dividida por un horario rígido sino  por un ritmo que tiene más que ver con el del cuerpo y la sensibilidad que con las necesidades abstractas de la producción. Mientras trabaja puede conversar y, a veces, cantar. Su jefe no es un personaje invisible sino un viejo que es  su maestro y que casi siempre es su pariente o, por lo menos, su vecino. Es revelador que, a pesar de su naturaleza marcadamente colectivista, el taller artesanal no haya servido de modelo a ninguna de las grandes utopías de Occidente. De la Ciudad del Sol de Campanela al Falansterio de Fourier y de éste a la sociedad comunista de Marx, los prototipos del hombre social perfecto no han sido los artesanos sino los sabios sacerdotes, los jardineros-filósofos y el obrero universal en el que la praxis y la ciencia se funden. No pienso, claro, que el taller de los artesanos sea la imagen de la perfección; creo que su misma imperfección nos indica cómo podríamos humanizar a nuestra sociedad: su imperfección es la de los hombres, no la de los sistemas. Por sus dimensiones y por el número de personas que la componen, la comunidad de los artesanos es propicia a la convivencia democrática; su organización es jerárquica pero no autoritaria y su jerarquía no está fundada en el poder sino en el saber hacer: maestros, oficiales, aprendices; en fin, el trabajo artesanal es un quehacer que participa también del juego y de la creación. Después de habernos dado una lección de sensibilidad y fantasía, la artesanía nos da una de política. Todavía hace unos pocos años la opinión general era que las artesanías estaban condenadas a desaparecer, desplazadas por la industria. Hoy ocurre precisamente lo contrario: para bien o para mal los objetos hechos con las manos son ya parte del mercado mundial. Los productos de Afganistán y de Sudán se venden en los mismos almacenes en que pueden comprarse las novedades del diseño industrial de Italia o del Japón. El renacimiento es notable sobre todo en los países industrializados y afecta lo mismo al consumidor que al productor. Ahí donde la concentración industrial es mayor -por ejemplo: en Massachusetts- asistimos a la resurrección de los viejos oficios del alfarero, carpintero, vidriero; muchos jóvenes, hombres y mujeres, hastiados y asqueados de la sociedad moderna, han regresado al trabajo artesanal. En los países dominados (a destiempo) por el fanatismo de la industrialización, también se ha operado una revitalización de la artesanía. Con frecuencia los gobiernos mismos estimulan la producción  artesanal. El fenómeno es turbador porque la solicitud gubernamental está inspirada generalmente por razones comerciales. Los artesanos que hoy son el objeto del paternalismo de los planificadores oficiales, ayer apenas estaban amenazados por los proyectos de modernización de esos mismos burócratas, intoxicados por las teorías económicas aprendidas en Moscú, Londres o Nueva York. Las burocracias son las enemigas naturales del artesano y cada vez que pretenden orientarlo deforman su sensibilidad, mutilan su imaginación y degradan sus obras. La vuelta a la artesanía en los Estados Unidos y en Europa Occidental es uno de los síntomas del gran cambio de la sensibilidad contemporánea. Estamos ante otra expresión de la crítica a la religión abstracta del progreso y a la visión cuantitativa del hombre y la naturaleza. Cierto, para sufrir la decepción del progreso hay que pasar antes por la experiencia del progreso. No es fácil que los países subdesarrollados compartan esta desilusión, incluso si es cada vez más palpable el carácter  ruinoso de la súper productividad industrial. Nadie aprende en cabeza ajena.

No obstante, ¿cómo no ver en qué ha parado la creencia en el progreso  infinito? Si toda civilización termina en un montón de ruinas el hacinamiento de estatuas rotas, columnas desplomadas, escrituras desgarradas- las de la sociedad industrial son doblemente impresionantes: por inmensas y pro prematuras. Nuestras ruinas empiezan a ser más grandes que nuestras construcciones y amenazan con enterrarnos en vida. Por eso la popularidad de las artesanías es un signo de salud, como lo es la vuelta a Thoreau y a Blake o el redescubrimiento de Fourier. Los sentidos, el instinto y la imaginación preceden siempre a la razón. la crítica a nuestra civilización fue iniciada por los poetas románticos justamente al comenzar la era industrial. La poesía del siglo XX recogió y profundizó la revuelta romántica pero sólo hasta ahora esa rebelión espiritual penetra en el espíritu de las mayorías. La sociedad moderna empieza a dudar de los principios que la fundaron hace dos siglos y busca cambiar de rumbo. Ojalá que no sea demasiado tarde. El destino de la obra de arte es la eternidad refrigerada del museo; el destino del objeto industrial es el basurero. La artesanía escapa al museo y, cuando cae en sus vitrinas, se defiende con honor: no es un objeto único sino una muestra. Es un ejemplar cautivo, no un ídolo. La artesanía no corre pareja con el tiempo y tampoco quiere vencerlo. Los expertos examinan periódicamente los avances de la muerte en las obras de arte: las grietas en la pintura, el desvanecimiento de las líneas, el cambio de los colores, la lepra que corroe lo mismo a los frescos de Ajanta que a las telas de Leonardo. La obra de arte, como cosa, no es eterna. ¿y cómo idea? También las ideas envejecen y mueren. Pero los artistas olvidan con frecuencia que su obra es dueña del secreto del verdadero tiempo: no la hueca eternidad sino la vivacidad del instante.

Además, tiene la capacidad de fecundar los espíritus y resucita incluso  como negación, en las obras que son su descendencia. Para el objeto  industrial no hay resurrección: desaparece con la misma rapidez con que  aparece. Si no dejase huellas sería realmente perfecto; por desgracia, tiene  un cuerpo y, una vez que ha dejado de servir, se transforma en desperdicio difícilmente destructible. La indecencia de la basura no es menos patética que la de la falsa eternidad del museo. La artesanía no quiere durar milenios  ni está poseída por la prisa de morir pronto. Transcurre con los días, fluye con nosotros, se gasta poco a poco, no busca a la muerte ni la niega: la  acepta. Entre el tiempo sin tiempo del museo y el tiempo acelerado de la técnica, la artesanía es el latido del tiempo humano. Es un objeto útil pero que también es hermoso; un objeto que dura pero que se acaba y se resigna a acabarse; un objeto que no es único como la obra de arte y que puede ser reemplazado por otro objeto parecido pero no idéntico.

La artesanía nos enseña a morir y así nos enseña a vivir