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Ensayos sobre artesania – Parte 1

Más hábil que Roma, la religión artística ha asimilado todos los cismas. No niego que la contemplación de tres sardinas en un plato o de un triángulo y un rectángulo puede enriquecernos espiritualmente; afirmo que la repetición de ese acto degenera pronto en un rito aburrido. Por eso los futuristas, ante el neoplatonismo cubista, pidieron volver al tema. La reacción era sana y, al mismo tiempo, ingenua. Con mayor perspicacia los surrealistas insistieron en que la obra de arte debería decir algo. Como reducir la obra a su contenido o a su mensaje hubiera sido una tontería, acudieron a una noción que Freud había puesto en circulación: el contenido latente. Lo que dice la obra de arte no es su contenido manifiesto sino lo que dice sin decir: aquello que está detrás de las formas, los colores y las palabras. Fue una manera de afloja sin desatarlo del todo; el nudo teleológico entre el ser y el sentido para preserva hasta donde fuese posible, la ambigua relación entre ambos términos. El más radical fue Duchamp: la obra pasa por los sentidos pero no se detiene en ellos. La obra no es una cosa: es un abanico de signos que al abrirse y cerrarse nos deja ver y nos oculta, alternativamente, su significado. La obra de arte es una señal de inteligencia que intercambia el sentido y el sin-sentido. El peligro de esta actitud -un peligro del que (casi) siempre Duchamp escapó- es caer del otro lado y quedarse con el concepto y sin el arte, con la rouvaille y sin la cosa.

Eso es lo que ha ocurrido con sus imitadores. Hay que agregar que, además, con frecuencia se quedan sin el arte y sin el concepto. Apenas si vale la pena repetir que el arte no es concepto: el arte es cosa de los sentidos. Más aburrida que la contemplación de la naturaleza muerta es la especulación del pseudoconcepto.

La religión artística moderna gira sobre sí misma sin encontrar la vía de salida: va de la negación del sentido por el objeto a la negación del objeto por el sentido. La revolución industrial fue la otra cara de la revolución  artística. A la consagración de la obra de arte como objeto único, correspondió la producción cada vez mayor de utensilios idénticos y cada vez más perfectos. Como los museos, nuestras casas se llenaron de ingeniosos artefactos. Instrumentos exactos, serviciales, mudos y anónimos. En un comienzo las preocupaciones estéticas apenas si jugaron un papel en la producción de objetos útiles. Mejor dicho, esas preocupaciones produjeron resultados distintos a los imaginados por los fabricantes. La fealdad de muchos objetos de la pre-historia del diseño industrial -una fealdad no sin encanto- se debe a la superposición: el elemento artístico, generalmente tomado del arte académico de la época, se y yuxtapone al objeto propiamente dicho. El resultado no siempre ha sido desafortunado y muchos de esos objetos –pienso en los de la época victoriana y también en los del modern style – pertenecen a la misma familia de las sirenas y las esfinges. Una familia regida por lo que podría llamarse la estética de la incongruencia. En general la evolución del objeto industrial de uso diario ha seguido la de los estilos artísticos. Casi siempre ha sido una derivación -a veces caricatura, otra copia feliz- de la tendencia artística en boga.

El diseño industrial ha ido a la zaga del arte contemporáneo y ha imitado los estilos cuando éstos ya habían perdido su novedad inicial y estaban a punto de convertirse en lugares comunes estéticos. El diseño contemporáneo ha intentado encontrar por otras vías -las suyas propias- un compromiso entre la utilidad y la estética. A veces lo ha logrado pero el resultado ha sido paradójico. El ideal estético del arte funcional consiste en aumentar la utilidad del objeto en proporción directa a la disminución de su materialidad. La simplificación de las formas se traduce en esta fórmula: al máximo de rendimiento corresponde el mínimo de presencia. Estética más bien de orden matemático: la elegancia de una ecuación consiste en la simplicidad y en la necesidad de su solución. El ideal del diseño es la invisibilidad: los objetos funcionales son tanto más hermosos cuanto menos visibles. Curiosa transposición de los cuentos de hadas y de las leyendas árabes a un mundo gobernado por la ciencia y las nociones de utilidad y máximo rendimiento: el diseñador sueña con objetos que, como los genios, sean servidores intangibles. Lo contrario de la artesanía, que es una presencia física que nos entra por los sentidos y en la que se quebranta continuamente el principio de la utilidad en beneficio de la tradición, la fantasía y aun el capricho. La belleza del diseño industrial es de orden conceptual: si algo expresa es la justeza de una fórmula Mula. Es el signo de una función. Su racionalidad lo encierra en una alternativa: sirve o no sirve. En el segundo caso hay que echarlo al basurero. La artesanía no nos conquista únicamente por su utilidad. Vive en complicidad con nuestros sentidos y de ahí que sean tan difícil desprendernos de ella. Es como echar un amigo a la calle. Hay un  momento en el que el objeto industrial se convierte al fin en una presencia con un valor estético: cuando se vuelve inservible. Entonces se transforma en un símbolo o en un emblema. La locomotora que canta Whitman es una máquina que se ha detenido y que ya no transporta en sus vagones ni pasajeros ni mercancías: es un monumento inmóvil a la velocidad.

De OCTAVIO PAZ>